A cada época, su arte y su libertad

Raquel Rivera
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Nos hemos acostumbrado en los últimos días a despertarnos con una noticia cultural de cierto aire sensacionalista en la que se nos informa de juicios y censuras a bienes culturales de índole diversa, no por sus valores artísticos o estéticos, sino más bien por sus repercusiones morales o por la moralidad de sus creadores.

 

Un ejemplo de ello, y que ha interesado enormemente a la prensa generalista, se vivió justamente en este febrero de 2018: con motivo del centenario de la muerte de los representantes más emblemáticos de la Secesión vienesa, Gustav Klimt, Egon Schiele, Otto Wagner y Koloman Moser, se ha organizado en Viena un programa de exposiciones denominado belleza y abismo. Klimt. Schiele. Wagner. Moser, con especial protagonismo de la obra y la figura de Egon Schiele. Sin embargo, la campaña europea de comunicación de estas conmemoraciones de la que es responsable la Oficina de Turismo se ha topado con censura sin precedentes por parte de Alemania y Reino Unido, que han considerado el arte del austríaco arte pornográfico. La oficina, lejos de retirar la campaña, ha rediseñado los carteles, que se pueden ver en Berlín y Londres, con una banda sobre los genitales de los personajes retratados donde se lee  “Lo siento, 100 años pero demasiado atrevido para hoy”, y un hashtag, #ToArtItsFreedom. Haciendo de necesidad virtud, han convertido los remilgos en un canto por la libertad artística, tomando a su vez, y cerrando un círculo mágico, el lema de la Secesión («Der Zeit ihre Kunst – der Kunst ihre Freiheit.» («A cada época su arte. Al arte su libertad») impreso en letras dorada en el friso del extraordinario edificio de Joseph María Olbrich. No deja de ser paradójica esta nueva censura: cabe preguntarse qué la diferencia de la antigua censura que ya llevara a la cárcel al maestro austríaco 100 años atrás por los mismos motivos. Por ello escribió desde prisión la célebre frase “Reprimir a un artista es un delito, significa asesinar la vida en gestación”.

 

Pocas semanas antes un interesante debate se abría en la Galería Manchester en torno a la obra de Hilas y las ninfas del prerrafaelita J.W. Waterhouse. La prensa publicó en un primer momento que la obra se retiraba como denuncia al machismo en la historia del arte, al tratar en este caso a las bellas, pálidas, desnudas y prepúberes ninfas como objetos, siendo el único sujeto de la escena Hilas. Lo que no se contó tanto, o nada (en El País solo en una “fe de errores”, sic), y ahí está la importancia del asunto, es que esta acción estaba programada por una artista, Sonia Boyce quien documentó la retirada de la obra y las reacciones del público para una futura exposición en marzo comisariada por una de las curadoras de arte contemporáneo del museo, Clare Gannaway.

 

En este punto, se introduce la interesantísima y fundamental cuestión del activismo curatorial en el contexto de las instituciones públicas, que tan bien trata el reciente volumen How Institutions Think: Between Contemporary Art and Curatorial Discourse, 2017 (MIT Press). En él se analiza cómo el trabajo artístico y curatorial, así como el de las instituciones que los albergaban, se ha visto condicionado tradicionalmente por el carácter de estas como centros de poder, jerarquía, control, y disciplina y se cuestiona qué posibilidades de transformación del discurso dominante existen desde el discurso curatorial.

 

Estos ejemplos, de naturaleza distinta, emergen en un contexto común de sensibilización y visibilización de las mujeres, que ha llegado a un clímax inédito a través de la todopoderosa industria del cine hollywoodiense. Si bien en el pensamiento y crítica feminista eran muchas las personas pensando en feminismos diversos desde hace muchos años, es significativo que haya tenido que ser una campaña o movilización a nivel planetario la que ha hecho que se sucedan en Europa y Estados Unidos una oleada de acciones en el mundo de la cultura en las que encontramos desde hitos en la crítica social y del arte de gran valor y que suponen un impresionante avance en los derechos de colectivos tradicionalmente marginados, a ejemplos de simple puritanismo de gran acento mediático.

 

Como siempre, en estos debates en los que hay grandes dosis de pasión, confusión y corrección política a partes iguales, conviene detenerse para realizar una reflexión desde el Derecho de la Cultura con todas las posibilidades argumentales que esta disciplina nos ofrece.

 

En primer lugar, conviene deslindar de una manera clara la obra de su autor, para poder juzgar de una manera asimismo clara y definida a ambos siguiendo criterios artísticos y estéticos, que es lo que conviene a la historia o a la teoría del arte. Al autor, en su caso, pueden corresponderle tipos y criterios jurídicos en los que no debe entrar el arte. Pero cabe preguntarse de dónde viene este confusionismo entre la perspectiva moral o jurídica sobre la vida del autor y la relevancia artística de su obra. Si bien este divorcio entre obra y autor no estaba bien claro o más bien no importaba, el concepto de autoría toma cuerpo desde el célebre discurso de Charles Perrault en la Academia francesa en 1687 y que abre esa famosa Querella de los antiguos y los modernos que tan bien ha estudiado Simón Marchán Fiz, y que en muchos aspectos es base del Derecho de la Cultura. Se da, por tanto, a finales del XVII una emergencia de la persona creadora que se pone a la par que la obra creada y empieza a tener protagonismo en la vida pública hasta llegar a la estética del genio, en la que la figura del creador casi eclipsa a lo creado. A pesar de este nuevo paradigma ilustrado-romántico que en nuestros días alcanza más fuerza que nunca, conviene deslindar bien claramente a la obra del artista de otras implicaciones de su vida.

 

En segundo lugar, la obra se emancipa de su creador y pasa enriquecer el patrimonio colectivo. Aquí conviene recordar la teoría de los bienes culturales de M. S. Giannini, jurista romano al que se debe tanto en la protección del patrimonio. Para Giannini el valor cultural es inmaterial y es eminentemente de fruición colectiva, una participación colectiva que lo hace digno de protección. Juzgar y condenar, pues, a un bien cultural por los delitos de su autor sería condenarnos a todos nosotros como ‘co-disfrutadores’ del bien cultural dado.

 

En tercer lugar, y volviendo al friso vienés, nos hallamos ante la piedra de toque del arte, esto es, la libertad, libertad articulada en todas las constituciones contemporáneas y base del Estado de Cultura. En el momento en que el Estado o la sociedad intenta poner límites a la libertad del arte, la calidad democrática desciende exponencialmente.

 

Dicho esto y como ya bien nos enseñara Cesare Beccaria en De los delitos y las penas allá por el año 1764, limitando el pecado del delito, dejemos que las obras las juzguen los críticos y a sus autores los jueces en lo que corresponda. Suum cuique tribuere.

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